31 d’oct. 2014

La perra vida de Andrés Balsa


En aquel pequeño vestuario los chorreones del fracaso descendían por las paredes sobredimensionando los ecos que llegaban desde fuera, las voces, que bien sabía él cuales, entraban a poner el último clavo en su ataúd. Siempre fue así, pero en dicha afrenta ya no estaba en la cima, sino despeñado, recogiendo a tientas sus restos a los pies de la pirámide y plenamente desvalido ante los acontecimientos. Como una pequeña burla, la esponja lanzada por su entrenador hizo un requiebro en el aire antes de estamparse en la lona y firmar la capitulación, no sin antes dejar un pequeño 'chof' ahogándose entre el griterío de la multitud. Eran tiempos en los que la toalla todavía no formaba parte del ritual del boxeo, momentos en los que las veladas necesitaban de plazas de toros y estadios de fútbol para cobijar a tanto partidario. Andrés Balsa apenas aguantó dos asaltos ante Xosé Santa, un portugués enclenque que venía de sparring, de pieza para que Hércules se diera una alegría, pero ni así. Todavía pesaba el KO ante el belga Humbeeck de días atrás, y mucho más pesaban sus 40 años de carne y músculo, las secuelas de décadas de gloria en las que llegó a ser de los mejores, y que allí le dijeron que se había acabado. Su cuerpo ya no aguantaba más.

En realidad, nunca antes le importó lo que dijeran de él porque aun siendo el mejor nunca le dijeron nada bueno, pero dolía, sabía que en esta ocasión decían la verdad: «ya no sirve para el boxeo». Balsa, desde niño, aprendió a ejercer de ariete ante la adversidad. Se le caían los dientes de puro hambre allá en su Mugardos natal, hijo como fue de un humilde labrador y nieto de madre soltera en tiempos del XIX, suficiente cantera para construirse una coraza y hacer vida ante un mundo que casi siempre se le mostró cruel, con él, con sus dos metros diez de estatura y con sus ciento veinte kilos de peso. Un gigante entre tallajes de 1'60 y torsos con las costillas por fuera. Normal que acabara huyendo, de él mismo, de la gente, de esa Galicia tétrica que expulsaba paisanos en oleadas como si pretendiera repoblar ella sola Sudamérica. Un mozarrón como éste no tenía otro destino posible que la marina mercante, donde se enroló, en la cual, desde las cubiertas de aquellos barcos, aprendió a luchar y a protagonizar escaramuzas nocturnas con narices rotas y manchas de sangre como entretenimiento en los impasse habituales de tan largas travesías.

No es de extrañar pues que en 1915 ya arrastrara fama y fortuna. Mientras Europa se desangraba en la Gran Guerra él iba saltando de ring en ring de Cuba a México, de México a Argentina y de allí a Estados Unidos. Encontró el sentido que siempre le buscó a un físico tan exagerado. Pero era una gloria agridulce. Su forma de bailar sobre la tarima era poco ortodoxa, abono para burlas, «carece de toda técnica» eran las coletillas habituales que acompañaban a sus triunfos, incluso aquí, a miles de kilómetros de distancia, sus éxitos llegaban apostillados con las mismas palabras. Las victorias de Balsa venían por aplastamiento, por golpes secos y duros capaces de tumbar a cualquiera que se interpusiera entre él y el saco de dinero que se granjeaba el campeón de aquellas noches regadas en humo, sudor, y alcohol.

Fue un combate del que todavía hoy la prensa americana escribe, fue en Nueva York en 1921, llegó para disputarle el titulo mundial de los pesos pesados a Jack Dempsey, granjeándose una derrota con tal sabor a triunfo que el magullado americano le suplicó que fuera su entrenador. Fue el momento más alto en la carrera pugilística de Andrés Balsa y también el inicio de un descenso fulgurante que le llevaría en 1926 a recluirse en aquel pequeño vestuario por el que descendían los chorreones del fracaso tras una sonora humillación, donde rubricaron su retiro tras abrir la puerta y decirle que se marchara para no volver jamás.

Por entonces ya hacía rato que el Hércules de Mugardos se había fijado en esa nueva disciplina deportiva que iba infectando a las masas, conocida como foot-ball. Por lo que su colgar de guantes no resultó un retiro tan osco como se hubiera imaginado en un principio. Desde su gimnasio en Vigo, anunciándose como profesor en cultura física y entrenador, dio el salto al Celta. Quién sabe si Andrés Balsa fue el introductor de la preparación atlética en el balompié local, la cosa es que por entonces era impropio del balón de cuero dedicar tiempo a entrenar el cuerpo. Sus métodos eran tan efectivos que el grato nivel de sus jugadores ayudó para hacer la transición de preparador a míster. Allí a penas duró temporada y media a pesar de ganar el campeonato gallego, pronto le reclamó el Deportivo, el cual acabaría humillándolo por pura avaricia de su presidente. Decían de Balsa que era demasiado bueno para este mundo, que debió perder la malicia de tanto puñetazo, quizá por eso, o quizá por una nostalgia mal entendida, compaginaba el banquillo de Riazor con espectáculos circenses en ferias y pueblos. Igual le veían eliminando al Oviedo en la Copa que tumbando a un becerro de un golpe de brazo en una plaza de toros.

Galicia parecía odiarle. Como un hueso de aceituna de la boca de un gigante volvió a salir despedido de su tierra deambulando durante un tiempo por los banquillos de primera, como buscándose sin acabar nunca de reencontrarse. El valencianista curioso le conoce muy bien, sabe de él, aunque no sepa su nombre. Sí, Balsa es ese tipo corpulento, exageradamente grandullón, que vemos con chaqueta clara, u oscura, en las fotos de los exitosos años 40. Llegó rebotado a un Mestalla inmerso en su etapa más efervescente tras la final del 34, la ansiada final de copa que llevaba buscando el club casi desde el mismo día en que se fundó y que acabó en polémica derrota ante el Real Madrid. Y allí permaneció durante poco más de una década porque en sus manos depositó el VCF su primer proyecto millonario, sus primeros fichajes de relumbrón y chequera, con la única intención de convertir la derrota copera en un éxito duradero. Pero el Balsa entrenador era acusado de lo mismo que el Balsa boxeador, «carece de toda técnica». Su desconocimiento táctico y un tiempo convulso que derivaría en guerra convirtieron en decepcionantes sus dos campañas oficiales al frente del equipo. «El fé-cé necesita algo más que al bueno de Balsá» canturreaban las críticas por la ciudad.

En un estadio que acogía tantos mitines como partidos, en una capital que parecía un hormiguero alterado con gentes por todas sus arterias corriendo de un lado para otro soltando proclamas, la fidelidad a la República del gigantón galaico le ayudó a conservar el puesto en un VCF de limbo, en una época tan poco documentada como borrosa que en demasiadas ocasiones ha sido saltada por la historia con una recurrente frase, 'y entonces estalló la guerra', con la que justificar el silencio sobre aquellos años de entrenadores invisibles – oficialmente Balsa sólo entrenó 2 temporadas al club, pero en realidad fueron cuatro – de presidentes borrados por republicano, y por competiciones ignoradas como la Liga Mediterránea y la Copa de la República, en las que aquel club que se fundó con vocación de grande luchó por la gloria quedándose a las puertas de ambos entorchados.

Ya por entonces la institución permanecía incautada, bajo los designios de sus empleados y jugadores, y allí, casi sin quererlo, lucían nombres que poco tiempo después se consagrarían en mitos, Cubells, Colina..., como si fueran juveniles enfundados con la camiseta del filial esperando el debut de la posguerra. Y también ese hombre anónimo que responde al nombre de Andrés Balsa, en cuyas manos se moldeó el físico y la potencia atlética sobre la que se apoyó el Valencia de la delantera eléctrica. ¿Qué fue de Andrés Balsa? Poca cosa  más se sabe de él. Ocupó un puesto en el cuerpo técnico desde la posguerra y hasta 1946, a partir de ahí su nombre se desvanece en la noche de los tiempos. En un club de República dirigió al equipo en giras, amistosos y competiciones, participó en soflamas, de las muchas que tuvieron en Mestalla su escenario en años de guerra, fue padre y amigo para aquellos muchachos de pueblo que formaban aquel equipo que vio perder a varios de sus referentes porque eligieron colgar las botas y coger el fusil, para no volver jamás.

Así anda alguno todavía, perdido en medio de la nada esperando que rescaten sus huesos del eterno olvido que dan las cunetas y los espacios abandonados. Como al pobre gallego, recordado aún hoy en América por la literatura gracias a su combate ante Dempsey, campeón mundial ininterrumpidamente durante seis años, que ganó de pura chiripa aquella noche del 21 gracias al error de un gigantón gallego de dos metros diez al que nadie recuerda en su Galicia natal. Dicen que en sus últimos años le vieron deambular por ahí, exhibiéndose en alguna feria para poder ganar alguna que otra peseta con la que recordar que hubo un momento en su vida en el que vivió en la cima del mundo, incluso metido en la piel de un gladiador en alguna película de fama, desde donde les miraba a todos esos que ahora iban a lanzarle monedas como quien le tira un cacahuete a un mono enjaulado. Un momento, así se puede resumir la historia vital de este hombre, por momentos. Como aquel en el que le tumbó un portugués enclenque para retirarlo del rin, o como aquel, en el que perdió la última final de la copa republicana ante el Levante UD dejándola sin fuerza con la que reclamar su legitimad en la historia. Un momento, así fue su misma vida, un gran momento ya perdido.
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